Tratando de concluir lo que inicié en la entrada previa, voy a enfocarme en aquellos individuos de bien pero poco afortunados a los que creo estarían inicialmente destinados esas consideraciones que clama ese movimiento «humanista» que mencioné entonces. Estos individuos representarían el grueso de la población. Indico «poco afortunados» como un indicativo de que, por las razones que fuere y pese a sus buenas intenciones y comportamiento, se les ha mantenido relegados en puestos de poco importancia, pobremente remunerados, y al margen de cierto éxito profesional, académico, social y de los beneficios que éstos conllevan. Muchos de estos individuos han visto como otros han logrado profesional o socialmente obtener un éxito efímero que al menos les satisface materialmente. Así como también habrán visto a otros pocos que han logrado un mayor éxito (con la adquisición de cierto poder) pero que ven con cierto envilecimiento asociado o poca empatía para con sus semejantes, y que etiquetan de forma general como «corrupción«.

Ya he escrito en ocasiones previas sobre algo que considero un gran problema para nuestra cultura: la falta de honorabilidad. Ya ni siquiera podemos decir de «una fuerte noción de honor» sino debemos referirnos a su carencia. Quizás en las épocas de nuestros bisabuelos, abuelo o padres (de éstos últimos en su niñez) algo de honor tendríamos en nuestro proceder pero lo cierto es que esto se ha venido deteriorando desde la década de 1970. Y es problema que no tiene más que una solución generacional, es decir, una generación debe sembrar una semilla que continuará la que le sigue para ver sus frutos hasta una tercera o cuarta (que realmente sería una «cuarta transformación»).
Así, las reflexiones de esta serie parten de una visión sobre el entorno cultural y social que me ha tocado vivir y del que he sido consciente. Experiencia que se remonta hasta esa década de 1970.
Pese a que a mi me tocó experimentar (como conejillo de indias) cambios en los modelos educativos estatales, bajo los que ya no llevé materias como Civismo (y ni hablar de «urbanidad y buenas costumbres»), la generación que fue mi maestra se educó bajo la visión de esas materias y maneras. Por lo que recibí mi primera formación en ciencias sociales bajo su tutela y mucho de ese «buen ser ciudadano» aún permeó en mi generación.
Mi generación también, creo, fue la que comenzó a experimentar el conocimiento de cosas ocultas o reservadas por «las buenas consciencias» de las generación que nos precedía. Comportamientos aberrantes, criminales, abusivos y opresores antes ocultos por ser mal vistos empezaban a atraer la atención, tanto para su adecuado tratamiento como para su prevención. Mi generación fue la primera en recibir una noción de derechos y libertades de las que deberíamos tener garantía y acceso para poder defenderse de los mayores. A mi parecer, esa nueva libertad, poder y falta de continuidad con las buenas costumbres y conductas del pasado fue abrumadora y ha llevado al descontrol de ahora.
Para la década de 1980 ya eran evidentes las contradicciones de una sociedad en la que «el que no traza, no avanza» era de mayor admiración (por salirse con la suya) que la que podría generar el resultado de una adecuada formación, sacrificio y vida honesta. Mi generación, liberada de varias contrapesos sociales y morales, buscaba la vida fácil.
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