¿Hasta dónde uno debe declarar cuando uno no sabe algo? Está claro que de por medio está el ego, el orgullo propio. Admitir que algo, aparentemente básico y conocido por muchos, le resulta desconocido, es difícil de reconocer. En el caso de incorporarse en una nueva posición, con un nuevo jefe, está siempre presente ese temor a ser devaluado o causar una mala impresión. Cierto, uno debería ser lo mas honesto posible, admitir que uno no sabe algo y esperar a que, en reciprocidad a dicha honestidad, se lo expliquen sin detrimento alguno.
Sin embargo, las cosas no son tan simples o «en blanco y negro». Uno debe considerar la posible reacción de los demás. Hay quienes no tienen problema en explicar lo que sea. Hay otros que te miran con cierta incredulidad. Hay otros que se molestan. Mientras uno no sepa cómo será dicha reacción, la incertidumbre lo lleva a evitar cualquier escenario negativo. Es algo muy humano.
Uno debe, claro, ponderar también si el mentir en esto no lo mete más a uno en líos, comprometiéndose a algo que uno no podrá cumplir y así terminar peor. Uno también debe evaluar qué es aquello sobre lo que uno negará ignorancia. En fin son varias cosas que el ser humano pondera a través del lenguaje, las reacciones y las relaciones con nuestros semejantes.
Este «sentir», esta capacidad empática que poseemos los humanos nos lleva a tomar decisiones que son muy difíciles de ponderar por otros medios, como por ejemplo los computacionales. Algunos le llaman «sentido común» pero este término, creo, ha sido más orientado a decisiones que se toman con base en un conjunto elemental y básico de conocimientos (correctos o no, pero en general a favor del bien común) que se espera sea compartido por todos o la mayor parte de un grupo social, especialmente una cultura. Como parte de éste, o quizás en lugar de éste, probablemente debiéramos hablar de un «sentir común».