Las cosas se ven muy diferentes cuando uno es padre a cuando uno es hijo. Uno pensaría que dado el conocimiento y grado de civilización que hemos alcanzado en nuestra época, nuestros padres debieron educarnos o prepararnos adecuadamente para cuando nosotros llegaríamos a asumir sus roles. Pero ellos estaban tan ocupados en su viviendo momento (sobrellevando sus problemas, necesidades, descansos, sustos, y todo lo que conlleva una existencia en este planeta), que son entendibles los recurrentes problemas que cada generación enfrenta al momento de asumir su rol de paternidad.
Si consideramos que nuestros padres igualemnte no pudieron haber sido mejor preparados por sus progenitores para dicha labor, es realmente todo un milagro el que nuestra civilización no haya colapsado hace mucho. Y todo esto sin considerar las percepciones de los hijos. Se requiere que un hijo sea capaz de ver a su padre como alguien a quien él sucederá y valorar lo que éste podría ahorrarle de un aprendizaje a prueba y error.
Desafortunadamente eso no ocurre hasta que uno es lo suficientemente maduro y es capaz de entenderlo. Lo que ocurre generalmente demasiado tarde, cuando uno debe a empezar a prender sobre la marcha, pues la oportunidad de haberlo hecho por parte de nuestros progenitores y uno mismo ya pasó.
Para que haya una verdadera transmisión de experiencia (conocimiento), se requiere de un hijo muy maduro y un padre con experiencia. Uno con capacidad de aprendizaje y otro con capacidad de transmitirla.