Mis hijos ya entraron a la adolescencia. Ya no son niños. Aunque desde muy pequeños era posible identificar su personalidad, empiezan ya a definir cómo será aquella que los definirá y forjará el camino que deseen elegir para cuando sean adultos.
Así que están en una etapa difícil, en la que nada les parece y poco les interesa ya. Tienen sus gustos definidos y empiezan a refinar sus intereses. Para bien o para mal, esto ya es consecuencia de todo aquello que, como padres, Miriam y yo (junto con la preparación académica que nos hemos permitido proporcionarles más las enseñanzas de nuestra parte) hemos buscado trasmitirles.
Definitivamente nadie nace ni con el conocimiento, ni con las habilidades suficientes para ser un padre (y ya no digamos perfecto, sino uno adecuado). Uno debe aprenderlo sobre la marcha. Incluso provenir de una familia numerosa en la que uno haya tenido la oportunidad de hacerse cargo de primos o hermanos menores, no da garantía alguna de preparación para ser un buen padre. No es lo mismo cuidar temporalmente a alguien, a tener que hacerse cargo de él por todo un día y tratar de educarlo y prepararlo para lo que vendrá en día subsecuentes y planear lo necesario para otros más alejados. El reto y enseñanza de ser padre inicia cuando nace el hijo y poco a poco éste va descubriendo quién es y cómo busca ser. Hasta ese entonces es cuando uno descubre para lo que debió prepararse.
Cada hijo es diferente. Dicen por ahí que son la suma de nuestras generaciones pasadas y que se moldearán por las vivencias y enseñanzas que tengan, por lo que no importa si uno aún debiera estar consciente de prepararse como padre, uno no puede prever el contexto en el que realizará esta labor. Ser padre es una aventura y proyecto de vida.