A raíz de los eventos de septiembre, me topé con la aparición o mención repetida del término «resiliencia». A lo que muchos nos vimos forzados a realizar o actuar, yo lo hubiera llamado «adaptación» pero, como muchas veces ocurre, hay una palabra para todo.
La RAE de hecho menciona como parte de la definición del término a la capacidad de adaptación de un ser vivo ante un agente perturbador o una situación adversa, o de algo no vivo para recuperar un estado inicial al cesar una perturbación.
No falta quien define el concepto en forma más romántica, como un concepto de vida, señalando que es la capacidad de los seres humanos para adaptarse positivamente a situaciones adversas, y así la capacidad de afrontar la adversidad.
Lo interesante que surge aquí, es que esto, para algunos, no es algo que podemos o no tener sino que son un conjunto de pensamientos, emociones y conductas que pueden ser aprendidas y desarrolladas. Una capacidad de resistencia que se prueba en situaciones de estrés extremo (pérdida de un ser querido, pérdida del trabajo, al maltrato o abuso psíquico o físico, a prolongadas enfermedades temporales, fuertes problemas familiares, al fracaso, a las catástrofes naturales… a las pobrezas extremas).
Personalmente creo que no es algo que «pueda» ser aprendido sino algo que «debe» ser enseñado. Como muchas otras capacidades, desarrollarla no es algo instantáneo, requiere tiempo y dedicación, ejercitarlo y saber como invocarlo. Tal vez sea algo que está disponible ya en algunas personas o seres vivos, por herencia genética, pero el mundo del ser humano es demasiado complejo para poder decir que alguien lo tiene ya en capacidad suficiente para afrontar cualquier reto.

